domingo, 10 de marzo de 2013

Ignominia (1)

 

Recuerdos

En el recuerdo, cayó en el recuerdo. Agachó la cabeza y dejó reposar sus ojos en su abrigo gris. Recordaba su última vez en aquel lugar como si fuera algo que había quedado embalsamado en su memoria. Las ventanas del coche estaban cerradas pero podía sentir la brisa que corría aquel día por su pelo. Vio a su madre sentada en el asiento del copiloto y a su padre buscando algo en su cartera. Pero más que nada la recordaba a ella al otro lado de la ventanilla, sus manos enganchadas por los dedos, uno a cada lado de una frontera todavía invisible, pero ya real. Se despidieron con una amarga sonrisa y el coche arrancó con fiereza.

De vuelta a la realidad, separó la llave del contacto y salió por fin del vehículo. Lo dejó aparcado justo en frente de lo que había sido un hospital clínico. Era casi doloroso pensar en cómo de rápido habían cambiado las cosas. Las calles que guardaban su infancia habían sido remodeladas; el cielo no era igual de azul, ni los árboles igual de verdes. Le habría gustado tener la quebradiza esperanza de que la gente seguía siendo la misma, pero le habían enseñado a asumir la irrevocable imposibilidad de ciertas cosas.

Las cristaleras de los edificios reflejaban su reposado caminar. Las pocas personas que deambulaban por las calles a aquellas horas de la madrugada eran hombres y mujeres con trajes entallados. Caras gélidas y cansadas se cruzaban con él, sin prestarle la más mínima atención. No era como en el Perímetro, ahí continuamente habían ríos y ríos de cuerpos humanos en movimiento, un choque constante de miradas desconocidas, de pensamientos a veces inmorales y otras veces, incluso cristianos. Por un momento intentó imaginarla a ella viviendo en medio de todo ese bullicio, pero no lo consiguió, aunque tampoco conseguía encajarla en aquel pequeño pueblo, porque ya no era el mismo. A lo mejor ella también había dejado de ser la misma. Se había planteado esa posibilidad a lo largo de los últimos meses, después de que sus jefes le notificaran un regreso temporal a su ciudad de origen.

Llegó a la puerta de un alto edificio con grandes ventanales de acero y cristales blindados. Le hizo gracia que los del gobierno pensaran que en un lugar tan recóndito alguien fuera a planear un ataque. Hizo un par de movimientos circulares con su cuello, se relajó y se adentró en las oficinas estatales. En la recepción, un joven muy bajo y de pelo alborotado le pidió que rellenara unos formularios y más tarde lo acompañó al ascensor que lo llevaría hasta el despacho del jefe. Todo parecía marchar como la seda: ningún imprevisto, ni un minuto de retraso; tan eficiente como de costumbre. Mientras se elevaba con suma lentitud, su localizador vibró en el bolsillo del pantalón, lo sacó entrando en un pánico anticipado y miró el número que marcaba el aparato: 001. Sin apartar sus ojos del número se frotó la frente con la mano libre, poniéndose cada vez más nervioso. Ella estaba ahí, en aquel edificio; y después de tantos años, el tuvo miedo de lo que podría suceder cuando la viera de nuevo. Las puertas del ascensor se abrieron, el recobró la compostura, guardó el localizador en sus pantalones y se dirigió al despacho número catorce, antes de empezar su búsqueda personal debía hablar con el jefe.

—Buenos días —saludó él al hombre sentado detrás de una mesa de madera rojiza.

—¡Alexander! —Éste se levantó de su sillón de cuero negro y esbozó una sonrisa acoquinada— Llevo esperando su visita desde hace mucho.

—Lo sé, señor. ¿Permite que me siente?

—Por supuesto, ¿quieres algo para beber? —se dirigió al pequeño mueble bar fijo en una pared.

—Agua, solo agua.

Mientras uno servía a su invitado, el otro observaba el despacho con mucha determinación. Estaba todo perfectamente ordenado; ningún papel fuera de las carpetas, ningún lápiz fuera del cubo. Sus ojos encontraron, durante la meticulosa observación, el retrato de un joven y una mujer algo más mayor que él mismo. Ambos se veían sonrientes en la fotografía y se abrazaban con cariño. Supuso que debían ser la esposa y el hijo del jefe; se preguntó si eran de aquel pueblo, cuando vivía ahí nunca los había visto. La vibración del localizador lo sacó de sus cavilaciones, puso la palma de su mano sobre el bolsillo y pensó que debía estar muy cerca. Necesitaba acabar cuanto antes con el encargo.

—Señor Beumont, tengo los papeles preparados y la licencia llegará mañana por la tarde a su correo virtual, solo falta que usted firme esta tarjeta para que yo pueda acceder a los archivos —se apresuró a entregar todas las carpetas correspondientes.

—Veo que vas directo al grano, Alexander. Supongo que tienes prisa por volver al Perímetro —mientras hablaba, se encendió un puro que empezó a llenar la estancia de un espeso humo —Estarás cansado de estos controles rutinarios en pueblos que bien poca gente conoce.

—Todo lo contrario, señor Beumont —protestó el joven y quiso decirle que aquel era el lugar que realmente echaba de menos, pero al instante recordó que no podía revelar su procedencia —. En los pequeños escondites como este, logro relajarme, olvidar todo el ajetreo de la gran ciudad. Mi prisa se debe a los numerosos controles que tengo programados para este mes.

Beumont asintió, recogió los papeles que le había tendido el joven y firmó la tarjeta que le había requerido. Acordaron un último encuentro al final de semana y se despidieron cordialmente.

Alexander salió disparado del despacho. Sacó el localizador del bolsillo y sin darse cuenta estaba corriendo en dirección al gran recibidor que había en aquella planta. Las incesantes vibraciones indicaban que ella estaba a escasos metros. Miró a su alrededor; vio un par de hombres tomando un café al lado de una máquina medio estropeada, a una joven detrás de un mostrador apilando papeles y a un niño cogido del brazo de su madre que a su vez intentaba razonar con un hombre de corbata verde. También había gente saliendo y entrando continuamente de diferentes despachos. Estaba seguro de que ella estaba detrás de alguna de esas puertas que tenía delante, pero no podía simplemente revisar los despachos uno por uno, sería demasiado extraño. Se quedó ahí parado, esperando nervioso. Y en apenas un par de minutos vio como una joven de cabello rubio recogido en un moño pasaba de un despacho al otro. Era ella. Sus pies se despegaron instantáneamente del suelo y corrió para interceptarla antes de que desapareciera de nuevo detrás de la puerta. Conforme se acercaba a ella las vibraciones del localizador eran más fuertes. A escasos centímetros, alargó su brazo y tocó su hombro. La joven se dio la vuelta sorprendida, miró a Alexander y sonrió con entusiasmo.

—¿En qué puedo ayudarle, señor? —preguntó con voz cálida.

—Tú… no eres Adriana —casi parecía estar en shock.

—¿Perdón?

Alexander sacó el localizador del bolsillo y miró de nuevo el número: 001. Su frente se crispó, miró la angelical cara que tenía delante y resopló con desesperación.

—¿Le ocurre algo? —se preocupó la rubia.

—Nada, nada en absoluto —masculló él entre dientes, se dio la vuelta y salió de la sala dando grandes y pesadas zancadas.

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