lunes, 9 de septiembre de 2013

Encuentro

La madera, entristecida por el tiempo y falta de su color natural, cedió apenas bajo el peso de su espalda. Un crujido casi imperceptible y luego un suspiro. La lana azul de su bufanda rozó la cómoda blanca de la entrada. Un delicado aroma a menta y a miel empezó a extenderse por toda la casa, él se adentró en ella. Recorriendo sus largos pasillos con tensa parsimonia, llegó a la cocina, donde una tetera lo esperaba sobre la mesa de cristal. Se deshizo del pesado abrigo y se quitó el gorro, dejando al descubierto su corto cabello negro. Una silla lo esperaba impaciente, al igual que él se impacientaba por ocupar su sitio de siempre.

Su madre entró por la puerta trasera, se acercó en silencio y le sirvió una gran taza de té mentolado, para finalmente acompañarlo en la mesa. Se miraron largo rato a los ojos, sonriendo ambos, pero con miradas que no podían ocultar aquellas tristezas del corazón, que ocultaban siempre el uno del otro. Ninguno sabía el porqué de aquella distancia que los mantenía a cada uno siempre en una punta de su reducido universo. Quizás él falló por ser un soñador, quizás ella fracasó al abandonarse a una vida demasiado fácil. El problema no era no quererse; un hijo no deja de querer a su madre, una madre no puede no amar a su hijo; eso dicen.

Hablaron, cordialmente, como se habían acostumbrado a hacerlo durante los últimos años. Poco que contar en una conversación casi muda. Mucho era lo que deseaban decirse, pero ya habían olvidado las palabras que se utilizaban para ello. Se terminó el té y con él desapareció la calidez del ambiente. Volvió a imponerse el aire invernal, rodeando la casa por fuera, escrutándola por dentro, envolviéndolos a ambos. Y ya no sabían si aquello era un encuentro o una de las despedidas de siempre.

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