lunes, 16 de septiembre de 2013

No hay esperanza

La niña recogió la chaqueta gris del suelo y rascó con parsimonia las manchas oscuras que adornaban el cuello de la prenda. Por el color, bien podrían haber sido unas salpicaduras de zumo de arándanos; pero ella sabía que era sangre de aquellos que habían luchado en la plaza. Escondida en una finca solitaria había observado, por la ranura de una ventana tapiada, como durante horas un remolino enfurecido de cuerpos contra cuerpos arrasaba la calle. Ahora solo quedaba la nada más absoluta. Vagaban sin rumbo decenas de almas abandonadas, resultado de una violencia desgarradora.

La pequeña metió sus brazos escuálidos en las mangas, demasiado largas para su diminuto cuerpo. No tenía frio, pero quería resguardar su cuerpo de los recuerdos agónicos de aquel nefasto espectáculo. Un hombre alto y uniformado apareció ante la pequeña y cogió su mano temblorosa. En sus ojos no había reflejo alguno de culpa o piedad, pero su boca fingió una cálida sonrisa, que a pesar de todo no logró reconfortar a la niña. Después de abandonar la plaza la niña alzó su carita y preguntó con frágil inocencia:

—¿Por qué, papá?

—¿Cómo dices, cariño?

—¿Por qué has matado a esas personas?

El hombre sintió como las vibrantes pupilas de su hija se clavaban en él con angustia, pero no se inmutó lo más mínimo.

—Esas personas, mi vida, habrían muerto de todas maneras, ya no tenían esperanza.

—No papá, yo lo vi… Esas personas querían vivir.

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